Raquel Míguez
Raquel Míguez

 

Nací en Galicia un día de enero. Nada más nacer se me enfriaron los pies, empecé a tiritar y ya seguí tiritando para siempre. A lo mejor exagero un poco. Lo de exagerar es porque soy escritora. Ser escritora es como tener los ojos verdes o los pies pequeños. Quiero decir que no lo puedes evitar. Si eres escritora lo eres a todas horas. Igual que si tienes los ojos verdes los tienes verdes aunque estés dormida y estén cerrados. Detrás de los párpados, está el verde de tus ojos.

El caso es que como no paraba de tiritar, mis padres buscaron otro sitio donde vivir. Tenía que ser uno donde no hubiera invierno. Le dieron unas vueltas a la bola del mundo y señalaron Caracas. Allí siempre es primavera. Ni siquiera alguien como yo tendría los pies fríos en Caracas, así que nos quedamos hasta que me sequé y dejé de tiritar. Exactamente 7 años. Entonces llenamos los baúles con nuestras cosas, los subimos a un barco y pusimos rumbo a España. Adiós, playas de palmeras. Adiós, primavera en enero.

Volvimos a Galicia en abril. Llovía una lluvia bonita que pintaba Vigo en blanco y negro y como de charol. Eso me gustó. También me gustaron las hortensias, los bosques de castaños y las babosas. Esto último puede parecer un poco raro, pero es verdad. A lo mejor me caen bien porque son los caracoles condenados a vagar por el mundo sin casa. Los caracoles malditos. Seguro que pasan frío, las pobres y adorables babosas. 

Bueno, a lo que iba. No me acordé más de Venezuela hasta que llegó el otoño y mis padres me subieron en un tren rumbo a Valladolid. Para que me acostumbrara al frío y volviera a casa fuerte como un oso pardo (en Valladolid, el invierno se toma muy en serio su trabajo). Pero pasaron los tres trimestres que dura el curso y yo volví a tener los pies como sorbetes y piel de gallina desplumada. “Esta niña es un caso”, dijo papá. “Nunca tendrá los pies calientes”, dijo mamá. Y tiraron la toalla y nos vinimos a Madrid. Y ya no tuve que cambiar de amigas. Ni de acento. Nada de baúles donde meter hasta las cucharillas. Nada de despedirse de todos porque no vas a volver. Ya solo nos fuimos de viaje para vacaciones.

Madrid mola aunque aquí tirite de octubre a mayo. Madrid mola porque aquí encontré una amiga para siempre. Y un cuarto donde me encierro a exagerar lo que me da la gana. Y una ventana por donde entran y salen pájaros, el sol y también los mosquitos.

 

Buf, me había sentado a escribir mi vida y  me he he ido por las ramas, como los pájaros. Os lo dije al principio: si eres escritora lo eres siempre. De día y de noche. Despierta y dormida. No se puede evitar. Y además, si no exagerase un poco, no se entendería lo fríos que tengo los pies de octubre a mayo.

 

 

 

 

Ser escritora es como tener los pies pequeños: no se puede evitar.